Agatha Christie
Una pura casualidad impulsó a mi amigo Hércules Poirot, antiguo jefe
de la Force belga, a ocuparse del
caso Styles. Su éxito le granjeó notoriedad y decidió dedicarse a solucionar
los problemas que muchos crímenes plantean. Después de ser herido en el Somme y
de quedar inútil para la carrera militar, me fui a vivir con él a su casa de
Londres. Y precisamente porque conozco al dedillo todos los asuntos que se trae
entre manos, es lo que me ha sugerido el escoger unos cuantos, los de interés,
y darlos a conocer. De momento me parece oportuno comenzar por el más
enmarañado, por el que más intrigó en su época al gran público. Me refiero al
llamado caso «del baile de la Victoria».
Porque si bien no es el que demuestra mejor los méritos peculiares de
Poirot, sus características sensacionales, las personas famosas que figuraron
en él y la tremenda publicidad que le dio la Prensa, le prestan el relieve de une cause célebre y además hace tiempo
que estoy convencido de que debo dar a conocer al mundo la parte que tomó
Poirot en su solución.
Una hermosa mañana de primavera me hallaba yo sentado en las
habitaciones del detective. Mi amigo, tan pulcro y atildado como de usual, se
aplicaba delicadamente un nuevo cosmético en su poblado bigote. Es
característica de su manera de ser una vanidad inofensiva, que casa muy bien
con su amor por el orden y por el método en general. Yo había estado leyendo el
Daily Newsmonger, pero se había caído
al suelo y hallábame sumido en sombrías reflexiones, cuando la voz de mi amigo
me llamó a la realidad.
—¿En qué piensa, mon ami? —interrogó.
—En el asunto ese del baile —respondí—. ¡Es espantoso! Todos los
periódicos hablan de él —agregué dando un golpecito en la hoja que me quedaba
en la mano.
—¿Si?
Yo continué, acalorándome:
—¡Cuánto más se lee más misterioso parece! ¿Quién mató a lord
Cronshaw? La muerte de Coco Courtenay, aquella misma noche, ¿fue pura
coincidencia? ¿Fue accidental? ¿Tomó deliberadamente una doble dosis de cocaína?
¿Cómo averiguarlo?
Me interrumpí para añadir, tras de una pausa dramática:
—He aquí las preguntas que me dirijo.
Pero con gran contrariedad mía Poirot no demostró el menor interés, no
me hizo caso y se miró al espejo, murmurando:
—¡Decididamente esta nueva pomada es una maravilla! —al sorprender
entonces una mirada mía se apresuró a decir—: Bien, ¿y qué se responde usted?
Pero antes de que pudiese contestar se abrió la puerta y la patrona
anunció al inspector Japp.
Ése era un antiguo amigo y se le acogió con gran entusiasmo.
—¡Ah! ¡Pero si es el buen Japp! —exclamó Poirot—. ¿Qué buen viento le
trae por aquí?
—Monsieur Poirot —repuso Japp tomando asiento y dirigiéndome una
inclinación de cabeza—. Me han encargado de la solución de un caso digno de
usted y vengo a ver si le conviene echarme una mano.
Poirot tenía buena opinión de las cualidades del inspector, aunque
deploraba su lamentable falta de método: yo, por mi parte, consideraba que el
talento de dicho señor consistía, sobre todo, en el arte sutil de solicitar
favores bajo pretexto de prodigarlos.
—Se trata de lo sucedido durante el baile de la Victoria —explicó con
acento persuasivo—. Vamos, no me diga que no está intrigado y deseando contribuir a su solución.
Poirot me miró sonriendo.
—Eso le interesa al amigo Hastings —contestó—. Precisamente me estaba
hablando del caso. ¿Verdad, mon ami?
—Bueno, que nos ayude —concedió benévolo el inspector—. Y si llega
usted a desentrañar el misterio que lo rodea podrá adjudicarse un tanto. Pero
vamos a lo que importa. Supongo que conocerá ya los pormenores principales, ¿no
es eso?
—Conozco únicamente lo que cuentan los periódicos... y ya sabemos que
la imaginación de los periodistas nos extravía muchas veces. Haga el favor de
referirme la historia.
Japp cruzó cómodamente las piernas y habló así:
—El martes pasado fue cuando se dio el baile de la Victoria en esta
ciudad, como todo el mundo sabe. Hoy se denomina «gran baile» a cualquiera de
ellos, siempre que cueste unos chelines, pero éste a que me refiero se celebró
en el Colossus Hall y todo Londres, incluyendo a lord Cronshaw y sus amigos,
tomó parte en...
—¿Su dossier? —dijo
interrumpiéndole Poirot—. Quiero decir su bio... ¡No, no! ¿Cómo le llaman
ustedes? Su biografía.
—El vizconde Cronshaw, quinto de este nombre, era rico, soltero, tenía
veinticinco años y demostraba gran afición por el mundo del teatro. Se comenta
y dice que estaba prometido a una actriz, miss Courtenay, del teatro Albany,
que era una dama fascinadora a la que sus amistades conocían con el nombre de
«Coco».
—Bien. Continuez!
—Seis personas eran las que componían el grupo capitaneado por lord
Cronshaw: él mismo; su tío, el Honorable Eustaquio Beltane; una linda viuda
americana, mistress Mallaby; Cristóbal Davidson, joven actor; su mujer, y finalmente,
miss Coco Courtenay. El baile era de trajes, como ya sabe, y el grupo Cronshaw
representaba los viejos personajes de la antigua Comedia Italiana.
—Eso es. La commedia dell'Arte —murmuró
Poirot—. Ya sé.
—Estos vestidos se copiaron de los de un juego de figuras chinescas
que forman parte de la colección de Eustaquio Beltane. Lord Cronshaw
personificaba a Arlequín; Beltane a Pulchinella; los Davidson eran
respectivamente Pierrot y Pierrette; miss Courtenay era, como es
de suponer, Colombine. A primera hora
de la noche sucedió algo que lo echó todo a perder. Lord Cronshaw se puso de un
humor sombrío, extraño, y cuando el grupo se reunió más adelante para cenar en
un pequeño reservado, todos repararon en que él y miss Courtenay hablan reñido
y no se hablaban. Ella había llorado, era evidente, y estaba al borde de un
ataque de nervios. De modo que la cena fue de lo más enojosa y cuando todos se
levantaron de la mesa, Coco se volvió a Cristóbal Davidson y le rogó que la
acompañara a casa porque ya estaba harta de baile. El joven actor titubeó, miró
a lord Cronshaw y finalmente se la llevó al reservado otra vez.
«Pero fueron vanos todos sus esfuerzos para asegurar una
reconciliación, por lo que tomó un taxi y acompañó a la ahora llorosa miss
Courtenay a su domicilio. La muchacha estaba trastornadísima; sin embargo, no
se confió a su acompañante. Únicamente dijo repetidas veces: "Cronshaw se
acordará de mí." Esta frase es la única prueba que poseemos de que pudiera
no haber sido su muerte accidental. Sin embargo, es bien poca cosa, como ve,
para que nos basemos en ella. Cuando Davidson consiguió que se tranquilizase un
poco era tarde para volver al Colossus Hall y marchó directamente a su casa,
donde, poco después, llegó su mujer y le enteró de la espantosa tragedia
acaecida después de su marcha.
«Parece ser que a medida que adelantaba la fiesta iba poniéndose lord
Cronshaw cada vez más sombrío. Se mantuvo separado del grupo y apenas se le vio
en toda la noche. A la una y treinta, antes del gran cotillón en que todo el
mundo debía quitarse la careta, el capitán Digby, compañero de armas del lord,
que conocía su disfraz, le vio de pie en un palco contemplando la platea.
—¡Hola, Cronsh! —le gritó—. Baja de ahí y sé más sociable. Pareces un
mochuelo en la rama. Ven conmigo y nos divertiremos.
—Está bien. Espérame, de lo contrario nos separará la gente.
Lord Cronshaw le volvió la espalda y salió del palco. El capitán
Digby, a quien acompañaba la señora Davidson, aguardó. Pero el tiempo pasaba y
lord Cronshaw no aparecía.
Finalmente, Digby se impacientó.
—¿Si creerá ese chiflado que vamos a estarle aguardando toda la noche?
Vamos a buscarle.
En ese instante se incorporó a ellos mistress Mallaby.
—Está hecho un hurón —comentó la preciosa viuda.
La búsqueda comenzó sin gran éxito hasta que a mistress Mallaby se le
ocurrió que podía hallarse en el reservado donde habían cenado una hora antes.
Se dirigieron allá ¡y qué espectáculo se ofreció a sus ojos! Arlequín estaba en
el reservado, cierto es, pero tendido en tierra y con un cuchillo de mesa
clavado en medio del corazón.
Japp guardó silencio. Poirot, intrigado, dijo con aire suficiente :
—Une belle affaire! ¿Y se
tiene algún indicio de la identidad del autor de la hazaña? No, es imposible,
desde luego.
—-Bien —continuó el inspector—, ya conoce el resto. La tragedia fue
doble. Al día siguiente, los periódicos la anunciaron con grandes titulares. Se
decía brevemente en ellos que se había descubierto muerta en su cama a miss
Courtenay, la popular actriz, y que su muerte se debía, según dictamen
facultativo, a una doble dosis de cocaína. ¿Fue un accidente o un suicidio? Al
tomar declaración a la doncella, manifestó que, en efecto, miss Courtenay era
muy aficionada a aquella droga, de manera que su muerte pudo ser casual, pero nosotros
tenemos que admitir también la posibilidad de un suicidio. Lo sensible es que
la desaparición de la actriz nos deja sin saber el motivo de la querella que
sostuvieron los dos novios la noche del baile. A propósito: en los bolsillos de
lord Cronshaw se ha encontrado una cajita de esmalte que ostenta la palabra
«Coco» en letras de diamantes. Está casi llena de cocaína. Ha sido identificada
por la doncella de miss Courtenay como perteneciente a su señora. Dice que la
llevaba siempre consigo, porque encerraba la dosis de cocaína a que rápidamente
se estaba habituando.
—¿Era lord Cronshaw aficionado también a los estupefacientes?
—No por cierto. Tenía sobre este punto ideas muy sólidas.
Poirot se quedó pensativo.
—Pero puesto que tenía en su poder la cajita debía saber que miss
Courtenay los tomaba. Qué sugestivo es esto, ¿verdad, mi buen Japp?
—Sí, claro —dijo titubeando el inspector.
Yo sonreí.
—Bien, ya conoce los pormenores del caso.
—¿Y han conseguido hacerse o no con alguna prueba?
—Tengo una, una sola. Hela aquí. —Japp se sacó del bolsillo un pequeño
objeto que entregó a Poirot. Era un pequeño pompón de seda, color esmeralda,
del que pendían varias hebras como si lo hubieran arrancado con violencia de su
sitio.
—Lo encontramos en la mano cerrada del muerto —explicó.
Poirot se lo devolvió sin comentarios. A continuación preguntó:
—¿Tenía lord Cronshaw algún enemigo?
—Ninguno conocido. Era un joven muy popular y apreciado.
—¿Quién se beneficia de la muerte?
—Su tío, el honorable Eustaquio Beltane, que hereda su título y
propiedades. Tiene en contra uno o dos hechos sospechosos. Varias personas han
declarado que oyeron un altercado violento en el reservado y que Eustaquio
Beltane era uno de los que disputaban. El cuchillo con que se cometió el crimen
se cogió de la mesa y el hecho sugiere de que se llevase a cabo por efecto del
calor de la disputa.
—¿Qué responde a esto míster Beltane?
—Declara que uno de los camareros estaba borracho y que él le propinó
una reprimenda, y que esto sucedía a la una y no a la una y media de la
madrugada. La declaración del capitán Digby determina la hora exacta, ya que
sólo transcurrieron diez minutos entre el momento en que habló con Cronshaw y
el momento en que descubrió su cadáver.
—Supongo que Beltane, que vestía un traje de Polichinela, debía llevar
joroba y un cuello de volantes...
—Ignoro los detalles exactos de los trajes de máscara —repuso Japp,
dirigiendo una mirada de curiosidad—. De todos modos no veo que tengan nada que
ver con el crimen.
—¿No? —Poirot sonrió con ironía. No se había movido del asiento, pero
sus ojos despedían una luz verde, que yo comenzaba a conocer bien—, ¿verdad que
había una cortina en el reservado?
—Sí, pero...
—¿Queda detrás espacio suficiente para ocultar a un hombre?
—Sí, en efecto, puede servir de escondite, pero ¿cómo lo sabe,
monsieur Poirot, si no ha estado allí?
—No he estado en efecto, mi buen Japp, pero mi imaginación ha
proporcionado a la escena esa cortina. Sin ella el drama no tenía fundamento. Y
hay que ser razonable. Pero, dígame: ¿enviaron los amigos de Cronshaw a por un
médico o no?
—En seguida, claro es. Sin embargo, no había nada que hacer. La muerte
debió ser instantánea.
Poirot hizo un movimiento de impaciencia.
—Sí, sí, comprendo. Y ese médico, ¿ha prestado ya declaración en la
investigación iniciada?
—Sí.
—¿Dijo algo acerca de algún síntoma poco corriente? ¿Era mortal el
aspecto del cadáver?
Japp fijó una mirada penetrante en el hombrecillo.
—Sí, monsieur Poirot. Ignoro adonde quiere ir a parar, pero el doctor
explicó que había una tensión, una rigidez en los miembros del cadáver que no
podía ni acertaba a explicarse.
—¡Aja! ¡Aja! Mon Dieu! —exclamó
Poirot—. Esto da que pensar, ¿no le parece?
Yo vi que a Japp no le preocupaba lo más mínimo.
—¿Piensa tal vez en el veneno, monsieur? ¿Para qué ha de envenenarse
primero a un hombre al que se asesta después una puñalada?
—Realmente sería ridículo —manifestó Poirot plácidamente.
—Bueno, ¿desea ver algo, monsieur? ¿Le gustaría examinar la habitación
donde se halló el cadáver de lord Cronshaw?
Poirot agitó la mano.
—No, nada de eso. Usted me ha referido ya lo único que puede
interesarme: el punto de vista de lord Cronshaw respecto de los
estupefacientes.
—¿De manera que no desea ver nada?
—Una sola cosa.
—Usted dirá...
—El juego de las figuras de porcelana china que sirvieron para sacar
copia de los trajes de máscara.
Japp le miró sorprendido.
—¡La verdad es que tiene usted gracia! —exclamó después.
—¿Puede hacerme ese favor?
—Desde luego. Acompáñeme ahora mismo a Bergeley Square, si gusta. No
creo que míster Beltane ponga reparos.
Partimos en el acto en un taxi. El nuevo lord Cronshaw no estaba en
casa, pero a petición de Japp nos introdujeron en la «habitación china» donde
se guardaban las gemas de la colección. Japp miró unos instantes a su
alrededor, titubeando.
—No se me alcanza cómo va usted a encontrar lo que busca, monsieur
—dijo.
Pero Poirot había tirado ya de una silla, colocada junto a la
chimenea, y se subía a ella de un salto, más propio de un pájaro que de una
persona. En un pequeño estante, colocadas encima del espejo, había seis figuras
de porcelana china. Poirot las examinó atentamente, haciendo poquísimos
comentarios mientras verificaba la operación.
—Les voilà! La antigua
Comedia italiana. ¡Tres parejas! Arlequín y Colombina; Pierrot y Pierrette,
exquisitos con sus trajes verde y blanco. Polichinela y su compañera vestidos
de malva y amarillo. El traje de Polichinela es complicado: Lleva frunces,
volantes, joroba, sombrero alto... Sí, de veras es muy complicado.
Volvió a colocar en su sitio las figuritas y se bajó de un salto.
Japp no quedó satisfecho, pero al parecer Poirot no tenía intención de
explicarnos nada y el detective tuvo que conformarse. Cuando nos disponíamos a
salir de la sala entró en ella el dueño de la casa y Japp hizo las debidas
presentaciones.
El sexto vizconde Cronshaw era hombre de unos cincuenta años, de
maneras suaves, con un rostro bello pero disoluto. Era un roué que adoptaba la lánguida actitud de un poseur. A mí me inspiró antipatía. Sin embargo, nos acogió de una
manera amable y dijo que había oído alabar la habilidad de Poirot. Al propio
tiempo se puso a nuestra disposición por entero.
—Sé que la policía hace todo lo que puede —declaró—, pero temo que no
llegue nunca a solucionarse el misterio que encierra la muerte de mi sobrino.
Le rodean también circunstancias muy misteriosas.
Poirot le miraba con atención.
—¿Sabe si tenía enemigos?
—Ninguno. Estoy bien seguro —Tras de una pausa, Beltane interrogó—:
¿Desea dirigirme alguna otra pregunta?
—Una sola. —Poirot se había puesto serio—. ¿Se reprodujeron
exactamente los trajes de máscara de estos figurines?
—Hasta el menor detalle.
—Gracias, milord. No necesito saber más. Muy buenos días.
—¿Y ahora qué? —preguntó Japp en cuanto salimos a la calle—. Porque
debo notificar algo al Yard, como ya sabe usted.
—¡Bien! No le detengo. También yo tengo un poco de quehacer y
después...
—¿Después?
—Quedará el caso completo.
—¡Qué! ¿Se da cuenta de lo que dice? ¿Sabe ya quién mató a lord
Cronshaw?
—Parfaitement.
—¿Quién fue? ¿Eustaquio Beltane?
—Ah, mon ami! Ya conoce mis
debilidades. Deseo siempre tener todos los cabos sueltos en la mano hasta el
último momento. Pero no tema. Lo revelaré todo a su debido tiempo. No deseo
honores. El caso será suyo a condición de que me permita llegar al denouement a mi modo.
—Si es que el denouement llega
—observó Japp—. Entre tanto, ya se sabe, usted piensa mostrarse tan hermético
como una ostra, ¿no es eso? —Poirot sonrió—. Bien, hasta la vista. Me voy al
Yard.
Bajó la calle a paso largo y Poirot llamó a un taxi.
—¿Adonde vamos ahora? —le pregunté, presa de viva curiosidad.
—A Chelsea para ver a los Davidson.
—¿Qué opina del nuevo lord Cronshaw? —pregunté mientras le daba las
señas al taxista.
—¿Qué dice mi buen amigo Hastings?
—Que me inspira instintiva desconfianza.
—¿Cree que es el «hombre malo» de los libros de cuentos, verdad?
—¿Y usted no?
—Yo creo que ha estado muy amable con nosotros —repuso Poirot sin
comprometerse.
—¡Porque tiene sus razones!
Poirot me miró, meneó la cabeza con tristeza y murmuró algo que sonaba
como si dijera: «¡Qué falta de método!»
Los Davidson habitaban en el tercer piso de una manzana de
casas-mansión. Se nos dijo que míster Davidson había salido pero que mistress
Davidson estaba en casa, y se nos introdujo en una habitación larga, de techo
bajo, ornada de cortinajes, de alegres colores, estilo oriental. El aire,
opresivo, estaba saturado del olor fuerte de los nardos. Mistress Davidson no
nos hizo esperar. Era una mujercita menuda, rubia, cuya fragilidad hubiera
parecido poética, de no ser por el brillo penetrante, calculador, de los ojos
azules.
Poirot le explicó su relación con el caso y ella movió tristemente la
cabeza.
—¡Pobre Cronsh... y pobre Coco también! —exclamó al propio tiempo—.
Nosotros, mi marido y yo, la queríamos mucho y su muerte nos parece lamentable
y espantosa. ¿Qué es lo que desea saber? ¿Debo volver a recordar aquella triste
noche?
—Crea, madame, que no abusaré de sus sentimientos. Sobre todo porque
ya el inspector Japp me ha contado lo más imprescindible. Deseo ver, solamente,
el vestido de máscara que llevó usted al baile.
Mistress Davidson pareció sorprenderse de la singular petición y
Poirot continuó diciendo con acento tranquilizador:
—Comprenda, madame, que trabajo de acuerdo con el sistema de mi país.
Nosotros tratamos siempre de «reconstruir» el crimen. Y como es probable que
desee hacer una representation, esos
vestidos tienen su importancia.
Pero mistress Davidson parecía dudar todavía de la palabra de Poirot.
—Ya he oído decir eso, naturalmente —dijo—, pero ignoraba que usted
fuera tan amante del detalle. Voy a por el vestido en seguida.
Salió de la habitación para regresar casi en el acto con un exquisito
vestido de raso verde y blanco. Poirot lo tomó de sus manos, lo examinó y se lo
devolvió con un atento saludo.
—Merci, madame! Ya veo que
ha tenido la desgracia de perder un pompón, aquí en el hombro.
—Sí, me lo arrancaron bailando. Lo recogí y se lo di al pobre lord
Cronshaw para que me lo guardase.
—¿Sucedió eso después de la cena?
—Sí.
—Entonces, ¿muy poco antes de desarrollarse la tragedia, quizá?
Los pálidos ojos de mistress Davidson expresaron leve alarma y replicó
vivamente:
—Oh, no, mucho antes. Inmediatamente después de cenar.
—Entiendo. Bien, esto es todo. No queremos molestarla más. Bonjour, madame.
—Bueno —dije cuando salíamos del edificio—. Ya está explicado el
misterio del pompón verde.
—¡Hum!
—¡Oiga! ¿Qué quiere decir con eso?
—Se ha fijado, Hastings, en que he examinado el traje, ¿verdad?
—Sí.
—Eh bien, el pompón que
faltaba no fue arrancado, como dijo esa señora, sino... cortado por unas
tijeras, porque todas las hebras son iguales.
—¡Caramba! La cosa se complica...
—Por el contrario —repuso con aire plácido Poirot—, se simplifica cada
vez más.
—¡Poirot! ¡Se me acaba la paciencia! —exclamé—. Su costumbre de
encontrar todo tan sencillo es un agravante.
—Pero cuando me explico, diga, mon
ami, ¿no es cierto que resulta muy simple?
—Sí, y eso es lo que más me irrita: que entonces se me figura que
también yo hubiera podido adivinar fácilmente.
—Y lo adivinaría, Hastings, si se tomase el trabajo de poner en orden
sus ideas. Sin un método...
—Sí, sí —me apresuré a decir, interrumpiéndole, porque conocía
demasiado bien la elocuencia que desplegaba, cuando trataba de su tema
favorito—. Dígame: ¿qué piensa hacer ahora? ¿Está dispuesto, de veras, a
reconstruir el crimen?
—Nada de eso. El drama ha concluido. Únicamente me propongo
añadirle... ¡una arlequinada!
Poirot señaló el martes siguiente como día a propósito para la
misteriosa representación y he de confesar que sus preparativos me intrigaron
de modo extraordinario. En un lado de la habitación se colocó una pantalla; al
otro un pesado cortinaje. Luego vino un obrero con un aparato para la luz y
finalmente un grupo de actores que desaparecieron en el dormitorio de Poirot,
destinado provisionalmente a cuarto tocador. Japp se presentó poco después de
las ocho. Venía de visible mal humor.
—La representación es tan melodramática como sus ideas —manifestó—.
Pero, en fin, no tiene nada de malo y, como el mismo Poirot dice, nos ahorrará
infinitas molestias y cavilaciones. Yo mismo sigo el rastro, he prometido
dejarle hacer las cosas a su manera. ¡Ah! Ya están aquí esos señores.
Llegó primero Su Señoría acompañando a mistress Mallaby, a la que yo
no conocía aún. Era una linda morena y parecía estar nerviosa. Les siguieron
los Davidson. También vi a Cristóbal Davidson por vez primera. Era un guapo
mozo, esbelto y moreno, que poseía los modales graciosos y desenvueltos del verdadero
actor.
Poirot dispuso que tomasen todos asiento delante de la pantalla, que
estaba iluminada por una luz brillante. Luego apagó las luces y la habitación
quedó, a excepción de la pantalla, totalmente sumida en tinieblas.
—Señoras, caballeros, permítanme unas palabras de explicación. Por la
pantalla van a pasar por turno seis figuras que son familiares a ustedes:
Pierrot y su Pierrette; Polichinela el bufón, y la elegante Polichinela; la
bella Colombina coqueta y seductora, y Arlequín, el invisible para los hombres.
Y tras estas palabras de introducción comenzó la comedia. Cada una de
las figuras mencionadas por Poirot surgieron en la pantalla, permanecieron en
ella un momento en pose y desaparecieron. Cuando se encendieron las luces sonó
un suspiro general de alivio. Todos los presentes estaban nerviosos, temerosos,
sabe Dios de qué. Si el criminal estaba en medio de nosotros y Poirot esperaba
que confesase a la sola presencia de una figura familiar, la estratagema había
ya fracasado evidentemente, puesto que no se produjo. Sin embargo, no se
descompuso, sino que avanzó un paso, con el rostro animado.
—Ahora, señoras y señores —dijo—, díganme, uno por uno, qué es lo que
acaban de ver. ¿Quiere empezar, milord?
Este caballero quedó perplejo.
—Perdón, no le comprendo —dijo.
—Dígame nada más qué es lo que ha visto.
—Ah, pues... he visto pasar por la pantalla a seis personas vestidas
como los personajes de la vieja Comedia italiana, o sea, como la otra noche.
—No pensemos en la otra noche, milord —le advirtió Poirot—. Sólo
quiero saber lo que ha visto. Madame, ¿está de acuerdo con lord Cronshaw?
Se dirigía a mistress Mallaby.
—Sí, naturalmente.
—¿Cree haber visto seis figuras que representan a los personajes de la
Comedia italiana?
—Sí, señor.
—¿Y usted, monsieur Davidson?
—Sí.
—¿Y madame?
—Sí.
—¿Hastings? ¿Japp? ¿Sí? ¿Están ustedes de completo acuerdo?
Poirot nos miró uno a uno; tenía el rostro pálido y los ojos verdes
tan claros como los de un gato.
—¡Pues debo decir que se equivocan todos ustedes! —exclamó—. Sus ojos
mienten... como mintieron la otra noche en el baile de la Victoria. Ver las
cosas con los propios ojos, como vulgarmente se dice, no es ver la verdad. Hay
que ver con los ojos del entendimiento; hay que servirse de las pequeñas
células grises. ¡Sepan, pues, que lo mismo esta noche que la noche del baile
vieron sólo cinco figuras, no seis! ¡Miren ustedes!
Volvieron a apagarse las luces. Y una figura se dibujó en la pantalla:
¡Pierrot!
—¿Quién es? ¿Pierrot, no es eso? —preguntó Poirot con acento severo.
—Sí —gritamos todos, a la vez.
—¡Miren otra vez!
Con un rápido movimiento el actor se despojó del vestido suelto de
Pierrot y en su lugar apareció, resplandeciente, ¡Arlequín!
—¡Maldito sea! ¡Maldito sea! —exclamó la voz de Davidson—. ¿Cómo lo ha
adivinado?
A continuación sonó el ¡clic! de las esposas y la voz serena, oficial,
de Japp, que decía:
—Le detengo, Cristóbal Davidson, por el asesinato del vizconde
Cronshaw. Todo lo que pueda decir se utilizará como acusación en contra.
Un cuarto de hora después cenábamos. Poirot, con el rostro
resplandeciente, se multiplicaba, hospitalario, respondía de buena gana a
nuestras múltiples y continuas preguntas.
—Todo ha sido muy simple. Las circunstancias en que se halló el pompón
verde sugería, al punto, que había sido arrancado del vestido de máscara del
asesino. Yo alejé a Pierrette del pensamiento, ya que se necesita de una fuerza
considerable para clavar un cuchillo de mesa en el pecho de un hombre, y me
fijé en Pierrot. Pero éste había salido del baile dos horas antes de
verificarse el crimen. De manera que si no regresó al baile para matar a lord
Cronshaw pudo matarle antes de
marchar. ¿Era esto posible? ¿Quién había visto a lord Cronshaw después de la
hora de la cena? Sólo mistress Davidson cuyo testimonio, lo sospecho, fue
falso, una mentira deliberada para explicar la desaparición del pompón, que,
naturalmente, quitó de su traje de máscara para reemplazar el que su marido
perdió. A Arlequín se le vio a la una y media en un palco. También ésta fue una
representación. Yo pensé primero en míster Beltane como presunto culpable. Pero
era imposible, dado lo complicado de su traje, que hubiera doblado los papeles
de Arlequín y de Polichinela. Por otra parte, siendo míster Davidson un joven
de la misma edad y estatura que la víctima, así como un actor profesional, la
cosa no podía ser más simple.
»No obstante me preocupaba el médico. Porque ningún médico profesional
puede dejar de darse cuenta de que existe una diferencia entre una persona que
sólo hace diez minutos que ha muerto y la que lleva difunta dos horas. ¡Eh bien! ¡El doctor se había dado cuenta! Sólo
que como al colocarle delante del cadáver no se le preguntó "¿cuánto hace
que ha muerto?", sino que, por el contrario, se le comunicó que estaba con
vida diez minutos antes, guardó silencio. Pero en la investigación habló de la
rigidez anormal de los miembros del cadáver, ¡qué no se explicaba!
«Todo concordaba, pues, con mi teoría. Hela aquí: Davidson mató a
Cronshaw inmediatamente después de la cena, o sea, después de volver con él,
como recordarán ustedes, al comedor. A continuación acompañó a miss Courtenay a
casa, dejándola a la puerta del piso en vez de entrar para tratar de calmarla
como declaró, y volviendo a escape al Colossus, pero no ya vestido de Pierrot,
sino de Arlequín, simple transformación que efectuó en menos de lo que se tarda
en contarlo.
El actual lord Cronshaw miró perplejo al detective.
—Si fue así —dijo—, Davidson debió ir al baile dispuesto a matar a mi
sobrino. ¿Por qué? Nos falta descubrir el motivo y yo no acierto a adivinarlo.
—¡Ah! Aquí tenemos la segunda tragedia, la de miss Courtenay. Existe
un punto sencillo de referencia que hemos pasado por alto. Miss Courtenay murió
después de tomar una doble dosis de cocaína..., pero la habitual estaba en la
cajita que se encontró sobre el cuerpo de lord Cronshaw. ¿De dónde sacó
entonces la droga que la mató? Únicamente una persona pudo proporcionársela:
Davidson. Y el hecho lo explica todo. Su amistad con los Davidson, su petición
a Cristóbal de que la acompañase a casa. Lord Cronshaw era enemigo acérrimo,
casi fanático, de los estupefacientes. Por ello al descubrir que su novia
tomaba cocaína sospechó que era Davidson quien se la proporcionaba. El actor lo
negó, pero lord Cronshaw sonsacó a miss Courtenay en el baile y le arrancó la
verdad. Podía perdonar a la desventurada muchacha, pero no duden ustedes que no
hubiera tenido piedad del hombre que tenía como medio de vida el tráfico de los
estupefacientes. Si llegaba a descubrirse esto era inminente su ruina y por
ello acudió al Colossus dispuesto a procurarse, a cualquier precio, el silencio
de lord Cronshaw.
—Entonces ¿fue casual la muerte de Coco?
—Sospecho que fue un accidente que provocó hábilmente el mismo
Davidson. Ella estaba furiosa con el lord, ante todo por sus reproches, después
por haberle quitado la cajita de cocaína. Davidson le proporcionó más y
probablemente le sugeriría que tomase una dosis mayor como desafío «al viejo
Cronsh».
—¿Cómo descubrió usted que había en el comedor una cortina? —pregunté
yo.
—¡Toma!, mon ami! Si no
puede ser más fácil... Recuerde que los camareros entraron y salieron de él sin
ver nada sospechoso. De esto se deducía que el cadáver no estaba entonces
tendido en el suelo. Tenía forzosamente que estar oculto en cualquier parte y
por ello se me ocurrió que debía ser detrás de una cortina. Davidson arrastró
el cadáver hasta allí y más adelante, después de llamar la atención en el
palco, lo sacó y abandonó definitivamente el baile. Este paso fue uno de los
más hábiles que dio. ¡Es muy listo!
Pero en los ojos verdes de Poirot leí lo que no osaba expresar:
—¡No tan listo, sin embargo, como Hércules Poirot!
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