Arthur Conan Doyle
Mr. John
Vansittart Smith, F. R. S., domiciliado en el 147-A de Gower Street, era un
hombre cuya fuerza de voluntad y claridad de juicio podrían haberle situado en
el puesto más alto de los observadores científicos. Sin embargo, fue víctima de
una ambición de universalidad que le incitó a querer sobresalir en todo orden
de materias en vez de lograr la celebridad en una en concreto. En sus primeros
años demostró una aptitud especial para la zoología y la botánica, lo que hizo
que sus amigos le considerasen un segundo Darwin; pero, cuando estaba a punto
de obtener una cátedra, interrumpió repentinamente sus estudios y concentró
toda su atención en la química. En esta materia, sus investigaciones sobre el
espectro de los metales le acreditaron como miembro de la Royal Society; pero
de nuevo jugó la baza de la veleidad y, después de un año de ausencia del
laboratorio, se afilió a la Oriental Society y dio lectura a una comunicación
sobre las inscripciones jeroglíficas y demóticas de El Kab, proporcionando de
esta manera un ejemplo fehaciente de la versatilidad e inconstancia de su
talento.
Sin embargo, hasta el más voluble de los pretendientes está expuesto a
ser cazado al fin, y esto fue lo que le sucedió a John Vansittart Smith. Cuando
más profundizaba en la egiptología más impresionado quedaba por el vasto campo
que se abría al investigador y por la excepcional importancia de una materia
que prometía arrojar alguna luz sobre los primeros gérmenes de la civilización
humana y el origen de la mayor parte demuestras artes y ciencias. Tan
impresionado estaba Mr. Smith, que contrajo inmediatamente matrimonio con una
joven egiptóloga que había escrito acerca de la sexta dinastía. Asegurada de
esta forma una sólida base de operaciones comenzó a recoger materiales para una
obra que aglutinaría el rigor de Lepsius y la genialidad de Champollion. La
preparación de esta magnun opus le
obligó a realizar muchas visitas perentorias a las magníficas colecciones
egipcias del Louvre, y fue precisamente en la última de éstas, no más allá de
mediados del pasado octubre, cuando se vio envuelto en la más extraña y notable
de las aventuras.
Los trenes habían sido lentos y el paso del Canal borrascoso, de modo
que llegó a París en un estado algo nervioso y febril. Cuando se encontró en el
Hôtel de France, en la rue Laffitte, se tumbó en un sofá durante un par de
horas, pero al ver que era incapaz de conciliar el sueño, resolvió, a pesar de
la fatiga, hacer una visita al Louvre, comprobar los temas que había venido a
solucionar y coger el tren nocturno para Dieppe. Tomada esta determinación, se
puso encima el abrigo, pues era un día frío y lluvioso, y emprendió el camino a
través del bulevar de los Italianos y bajó por la avenida de la Opera. Ya dentro
del Louvre se hallaba en terreno familiar y se dirigió rápidamente a la
colección de papiros que tenía intención de consultar.
Ni los más entusiastas de los admiradores de John Vansittart Smith
podrían asegurar que era un hombre atractivo. Su larga nariz aguileña y la
barbilla prominente tenían el mismo carácter agudo e incisivo que distinguía su
intelecto. Mantenía erguida la cabeza a la manera de un pájaro, y parecían
también picotazos de pájaro los movimientos con que lanzaba sus razonamientos y
réplicas en el transcurso de la conversación. Mientras permanecía allí, con el
cuello del abrigo levantado hasta las orejas, podría haber observado en el
reflejo de la vitrina de cristal que tenía ante él que su aspecto resultaba
bastante singular. Pero sólo cayó en la cuenta de esta circunstancia, recibida
como una súbita sacudida, cuando alguien que hablaba en inglés exclamó a sus
espaldas en un tono perfectamente audible:
—¡Qué aspecto tan raro tiene ese individuo!
El investigador contaba con una considerable proporción de frívola
vanidad en su personalidad, que se manifestaba en una despreocupación ostentosa
y exagerada por toda suerte de consideraciones personales. Se mordió los labios
y se concentró en el rollo de papiro, mientras su corazón rebosaba rabia contra
toda la raza de viajeros británicos.
—Sí —dijo otra voz—, realmente es un tipo extraordinario.
—¿Sabes? —dijo el que había hablado primero—, uno podría creer que el
tipo ese se ha quedado medio momificado a fuerza de contemplar tantas momias.
—Desde luego, tiene las facciones de un egipcio —dijo el otro.
John Vansittart giró sobre sus talones, decidido a humillar a sus
compatriotas con una o dos observaciones corrosivas. Para su sorpresa y alivio,
los dos jóvenes que habían estado conversando estaban de espaldas y
contemplaban a uno de los vigilantes del Louvre, ocupado en sacar brillo a los
bronces del otro lado de la sala.
—Carter nos está esperando en el Palais Royal —dijo uno de los
turistas, consultando su reloj. Después se marcharon con ruidosas pisadas, y el
estudioso quedó a solas con sus estudios.
«Me gustaría saber a qué llaman esos charlatanes "facciones de
egipcio"», pensó John Vansittart Smith, y cambió ligeramente de posición
para echar un vistazo a la cara del hombre en cuestión. Nada más ponerle los
ojos encima experimentó un sobresalto. Desde luego se trataba del mismo tipo de
cara que sus estudios le habían hecho tan familiar. Los uniformes rasgos
esculturales, la frente ancha, la barbilla redondeada y la tez morena eran una
réplica exacta de las innumerables estatuas, las momias que había en las
vitrinas y los dibujos que decoraban las paredes de la sala. El parecido estaba
más allá de la mera coincidencia. Aquel hombre debía de ser egipcio. La
característica angulosidad de los hombros y la estrechez de caderas bastaban
para identificarle.
John Vansittart Smith arrastró los pies hacia el vigilante con
intención de dirigirle la palabra. No era un hombre brillante en la
conversación y le resultaba difícil dar con el medio justo entre la brusquedad
del superior y la simpatía del igual. A medida que se acercaba, el rostro de
aquel individuo se le presentaba con mayor claridad, aunque permanecía
concentrado en su trabajo. Al fijar los ojos en la piel del extraño vigilante,
Vansittart Smith recibió la impresión repentina de que su aspecto tenía algo de
inhumano y preternatural. Sobre las sienes y los pómulos aparecía un brillo
vidrioso, como de pergamino barnizado. No había señal de poros. Uno no podía
imaginarse una gota de sudor sobre aquella superficie. Desde la frente a la
barbilla, sin embargo, la piel estaba surcada por un millón de delicadas
arrugas, que se cruzaban y entrelazaban, como si la Naturaleza, dejándose
llevar por un capricho propio de los maoríes, hubiera intentado trazar el
dibujo más intrincado y extravagante que pudiera idear.
—Où est la collection de
Menphis? —preguntó el investigador, con ese aire inoportuno de quien busca
una pregunta con el único propósito de entablar conversación.
—C'est là —contestó
secamente el hombre, indicándole con la cabeza el otro lado de la sala.
—Vous êtes
un Egyptien, n'est-ce pas? —preguntó el inglés.
El vigilante miró hacia arriba y clavó sus oscuros y extraños ojos en
el interlocutor. Eran unos ojos vidriosos, con un brillo seco y nebuloso que no
había visto hasta entonces en un ser humano. Al fijar su mirada en ellos,
descubrió en sus profundidades una especie de dramática emoción que subía y
descendía hasta desembocar en una mirada que tenía tanto de horror como de
odio.
—Non,
monsieur; je suis Français.
El hombre se dio la vuelta con cierta brusquedad y se encorvó de nuevo
para dedicarse a su trabajo de limpieza. El estudioso le miró con asombro
durante unos instantes, se retiró a un asiento que había en un rincón apartado
detrás de una de las puertas y procedió a poner en orden las anotaciones
extraídas de sus investigaciones entre los papiros. Sin embargo, sus
pensamientos se resistían a regresar a su cauce natural y se escapaban una y
otra vez hacia el enigmático vigilante de cara de esfinge y piel de pergamino.
«¿Dónde he visto yo unos ojos como esos? —se preguntaba John
Vansittart Smith— Hay algo de saurio en ellos, algo de reptil. Como la membrana
nictitante de las serpientes —reflexionó, recordando sus estudios de zoología—.
Es lo que produce el efecto vidrioso. Pero hay algo más. Tienen una expresión
de fuerza, de sabiduría, al menos así lo interpreto yo, y de cansancio, un
cansancio absoluto... y de indecible desesperación. Tal vez sean imaginaciones
mías, pero nunca había recibido una impresión tan fuerte. ¡Por Júpiter! Tengo
que examinarlos otra vez.» Se levantó y dio una vuelta por los salones
egipcios, pero el hombre que despertaba tanta curiosidad había desaparecido.
El
investigador volvió a sentarse en su apacible rincón y reanudó sus anotaciones.
Había encontrado en los papiros la información que buscaba y sólo quedaba
ponerla por escrito mientras permanecía fresca en su memoria. Durante un rato
el lápiz corrió por el papel, pero poco a poco las líneas empezaron a torcerse,
las palabras se hicieron borrosas y, finalmente, el lápiz tintineó en el suelo
y la cabeza del investigador cayó pesadamente sobre su pecho. Rendido por el
viaje, se sumergió en un sueño tan profundo en su solitario rincón detrás de la
puerta que ni el ruido metálico producido por los vigilantes, ni las pisadas de
los visitantes, ni siquiera el ronco estrépito de la campana al dar el aviso de
cierre fueron suficientes para despertarle.
La penumbra dio paso a la oscuridad, el bullicio de la rue de Rivoli
aumentó y después disminuyó. En la lejana Nôtre Dame sonaron las campanadas de
la medianoche y la figura oscura y solitaria permanecía sentada en silencio
entre las sombras. Era cerca de la una de la madrugada cuando John Vansittart
Smith, con un súbito jadeo y una aspiración profunda, recobró la conciencia.
Durante unos instantes le rondó la idea de que se había quedado dormido en el
sillón de lectura de su propia casa. Sin embargo, la luz de la luna penetraba a
rachas por la ventana sin postigos y, a medida que sus ojos recorrían las
hileras de momias y la inacabable sucesión de estanterías barnizadas, recordaba
con claridad dónde se encontraba y cómo había llegado a esa situación. No era
nervioso. Se sentía atraído por las situaciones novelescas, lo cual es característico
de su raza. Estiró los miembros entumecidos, consultó el reloj y dejó escapar
una carcajada al ver la hora que era. El episodio podía constituir una
admirable anécdota que relataría en su próximo trabajo, y que sería como un
descanso entre las graves y pesadas especulaciones. Tenía un poco de frío, pero
se encontraba perfectamente despierto y recuperado. No había nada de
sorprendente en el hecho de que el vigilante no hubiera reparado en él, pues la
puerta proyectaba una espesa sombra directamente sobre su pupitre.
El silencio absoluto era impresionante. No se oía ni un solo crujido o
murmullo ni en el interior ni en el exterior. Estaba solo entre los cadáveres
de una civilización desaparecida. ¡Qué importaba el mundo exterior, totalmente
librado el bullicio del siglo diecinueve! En toda aquella sala no había un solo
objeto que no hubiera soportado el paso de cuatro mil años. Allí estaban los
restos que el gran océano del tiempo había rescatado de aquel lejano imperio.
Desde la majestuosa Tebas, desde la altiva Luxor, desde los grandes templos de
Heliópolis, desde un centenar de tumbas expoliadas aquellas reliquias habían
sido reunidas. El investigador miró a su alrededor y contempló las mudas
figuras que brillaban vagamente a través de las tinieblas, antaño animadas por
múltiples afanes, ahora tan silenciosas, y se vio arrastrado por un sentimiento
de respeto y honda meditación. Una desacostumbrada conciencia de su propia
juventud e insignificancia le invadió. Recostado en el asiento, su mirada soñadora
vagó a lo largo de las salas, donde la luz de la luna proyectaba rayos
plateados, y que ocupaban todo un ala del espacioso edificio. Por fin sus ojos
recayeron sobre el resplandor amarillo de una lámpara distante.
John Vansittart Smith se incorporó en su asiento con los nervios al
límite. La luz avanzaba despacio hacia él, deteniéndose de vez en cuando, para
acercarse a continuación con pequeñas sacudidas. Él portador de la luz se movía
sin producir el menor ruido. En aquel profundo silencio ni siquiera se percibía
el más mínimo roce de los pies que avanzaban. Lo primero que se le pasó por la
cabeza al inglés es que se trataba de ladrones. Se recogió todavía más en su
rincón. La luz estaba ya a dos salas de distancia. Ahora se encontraba en la
sala de al lado y seguía sin escucharse sonido alguno. Con una sensación
cercana al estremecimiento o al miedo, el investigador descubrió un rostro, un
rostro que parecía flotar en el aire, detrás del resplandor de la lámpara. El
cuerpo se hallaba oculto entre las sombras, pero la luz incidía sobre aquel
extraño rostro de expresión anhelante. No había posibilidad de error: el brillo
metálico de los ojos y la piel cadavérica. Era el vigilante con quien había
conversado antes.
El primer impulso de Vansittart Smith fue acercarse y dirigirle la
palabra. Unas pocas frases de explicación serían suficientes para aclarar la
cuestión, y después le conducirían sin duda hacia alguna puerta lateral desde
la que podría regresar al hotel. Cuando el hombre entró en la sala, sin
embargo, había algo tan clandestino en sus movimientos y tan furtivo en su
expresión que el inglés abandonó su propósito. Estaba claro que no se trataba
de la ronda ordinaria de un funcionario. El individuo llevaba puestas unas
zapatillas de suela de fieltro, caminaba de puntillas y lanzaba rápidas miradas
a derecha e izquierda, mientras la llama de la lámpara oscilaba por efecto de
su respiración agitada. Vansittart Smith se agazapó silencioso en el rincón,
observándole con creciente interés, convencido de que su visita obedecía a
algún motivo secreto y probablemente ocultaba fines siniestros.
Sus movimientos no revelaban la menor vacilación. Se dirigió con paso
ligero y rápido hacia una de las grandes vitrinas, sacó una llave de su
bolsillo y abrió la cerradura. Entonces bajó una momia del estante superior,
avanzó unos pasos y la depositó con sumo cuidado y solicitud en el suelo.
Colocó la lámpara al lado y, a continuación, poniéndose en cuclillas al estilo
oriental, empezó a deshacer con sus dedos largos y temblorosos las telas
enceradas y los vendajes que la recubrían. A medida que se desplegaban las
tiras de tela, un fuerte y aromático olor invadió la sala, y fragmentos de
perfumada madera y especias cayeron con un ruido sordo en el suelo de mármol.
Para John Vansittart Smith era evidente que aquella momia jamás había
sido despojada de su vendaje. La operación le interesaba profundamente. La
observó con curiosidad y emoción, y su cabeza de pájaro fue alargándose detrás
de la puerta. Sin embargo, cuando aquella cabeza de cuatro mil años de
antigüedad fue desposeída del último vendaje, el investigador apenas pudo
ahogar un grito de asombro. En primer lugar, una cascada de largas trenzas
negras y brillantes se derramó sobre las manos y los brazos del manipulador. La
segunda vuelta del vendaje descubrió una frente estrecha y blanca, con las
cejas delicadamente arqueadas. A la tercera vuelta aparecieron unos ojos
luminosos, bordeados de largas pestañas, y una nariz recta, bien perfilada,
mientras que la cuarta y última mostró una boca dulce, henchida y sensual, y
una barbilla encantadoramente torneada. Todo el rostro era de una belleza
extraordinaria, salvo una mancha irregular en el centro de la frente, de color
café. Constituía un triunfo del arte de embalsamar. Los ojos de Vansittart
Smith se dilataban a medida que la contemplaba y su garganta dejó escapar un
gemido de satisfacción.
Sin embargo, el efecto causado sobre el egiptólogo no era nada
comparado con el que produjo al extraño vigilante. Alzó las manos al aire,
prorrumpió en un áspero martilleo de palabras y, después, echánsose en el
suelo, al lado de la momia, la rodeó con sus brazos y la besó varias veces en
los labios y en la frente. «Ma petite! —gimió en francés—. Ma pauvre petite!» Su
voz estaba quebrada de emoción, y sus innumerables arrugas se estremecían y se
retorcían, pero el investigador observó a la luz de la lámpara que los
brillantes ojos del vigilante permanecían secos y sin lágrimas, como si fueran
dos bolas de acero. Durante algunos minutos se quedó allí tendido, con el
rostro crispado, runruneando y susurrando sobre aquella hermosa cabeza. Después
mostró una sonrisa de satisfacción, pronunció algunas palabras en un idioma
desconocido y se puso en pie con la expresión vigorosa de quien se ha preparado
para afrontar un duro esfuerzo.
En el centro de la sala había una vitrina circular que contenía una
magnífica colección de anillos egipcios primitivos y piedras preciosas en la
que el investigador había reparado con frecuencia. El vigilante se dirigió a la
vitrina, manipuló la cerradura y abrió la puerta. Colocó la lámpara en un
estante lateral y, a su lado, una pequeña jarra de barro que sacó del bolsillo.
Después cogió un puñado de anillos de la vitrina y con un gesto grave y ansioso
procedió a mojar cada uno de ellos en el líquido que contenía la jarra,
examinándolos a continuación a la luz de la lámpara. El primer lote de anillos
le produjo una visible desilusión, porque volvió a arrojarlos con desprecio a
la vitrina. Sacó otro puñado. Escogió un anillo de metal macizo con un
voluminoso cristal engarzado y lo sometió a la prueba del líquido de la jarra.
Al momento lanzó un grito de alegría y extendió los brazos con un gesto tan
impetuoso que derribó la jarrita, cuyo líquido se derramó por el suelo y corrió
hasta los pies del inglés. El vigilante se sacó un pañuelo encarnado del pecho
y se puso a limpiar la mancha, siguiendo el reguero hasta el rincón, donde se
encontró de pronto cara a cara con el individuo que le estaba observando.
—Perdóneme —dijo John Vansittart Smith con cortesía inimaginable—. He
tenido la desgracia de quedarme dormido detrás de esa puerta.
—¿Me ha estado observando? —preguntó el otro en inglés, con una mirada
venenosa dibujada en su cadavérico rostro.
El investigador era un hombre que no acostumbraba a mentir.
—Confieso —dijo— que he observado sus operaciones y que han despertado
mi interés y curiosidad en el más alto grado.
El hombre sacó un cuchillo largo y de hoja llameante que tenía oculto
en el pecho.
—Se ha escapado usted por poco —dijo—. Si le hubiera visto hace diez
minutos, le habría clavado esto en el corazón. Sea como sea, si me toca o
interfiere de alguna manera conmigo, es usted hombre muerto.
—No tengo intención de entrometerme en sus asuntos —respondió el investigador—
Mi presencia aquí es completamente accidental. Todo lo que le pido es que tenga
la amabilidad de dejarme salir por alguna puerta lateral.
Habló con extrema suavidad, porque aquel individuo seguía presionando
la palma de su mano izquierda con la punta del cuchillo, como si quisiera
asegurarse de que estaba bien afilado, y su rostro permanecía con la misma
expresión maligna.
—Si yo creyera... —dijo—. Pero no, quizá no tenga importancia. ¿Cómo
se llama usted?
El inglés se lo dijo.
--John Vansittart Smith —repitió el otro—. ¿Es usted el mismo Vansittart Smith que leyó
una memoria en Londres sobre El Kab? Leí un informe sobre ella. Sus
conocimientos del tema son despreciables.
—¡Caballero! —exclamó el egiptólogo.
—Sin embargo, son superiores a los de otros que tienen incluso más
pretensiones que usted. La piedra angular de nuestra antigua vida en Egipto no
se encuentra en las inscripciones o monumentos, a los que conceden tanta
importancia ustedes, sino en nuestra filosofía hermética y nuestros conocimientos
místicos, de los que ustedes saben muy poco o nada.
—¡Nuestra antigua vida! —repitió el erudito con los ojos dilatados; de
repente exclamó—: ¡Dios mío! ¡Mire la cara de la momia!
Aquel hombre extraño se volvió y enfocó la luz sobre la mujer muerta,
dejando escapar un grito de dolor mientras lo hacía. La acción de la atmósfera
había destruido ya todo el arte del embalsamador.
La piel se había despegado, los ojos aparecían hundidos en el interior
de las cuencas, los labios descoloridos se habían retorcido por debajo de los
dientes amarillentos y sólo por la mancha marrón de la frente podía asegurarse
que se trataba del mismo rostro joven y hermoso que tenía apenas unos minutos
antes.
El hombre agitó sus manos con horror y desesperación. Después,
dominándose con gran esfuerzo, volvió a fijar sus endurecidos ojos en el
inglés.
—No importa —dijo con la voz quebrada por la emoción—. Realmente ya no
importa. He venido aquí esta noche con la firme determinación de hacer algo. Y
ya lo he hecho. Todo lo demás sobra. Encontré lo que buscaba. La antigua
maldición ha quedado rota. Puedo reunirme con ella ya. ¿Qué importancia tiene
su forma inanimada, si su espíritu me está esperando al otro lado del velo?
—Esas son palabras un tanto exageradas —dijo Vansittart Smith. Cada
vez estaba más convencido de que estaba tratando con un loco.
—El tiempo apremia y tengo que partir... —continuó el otro—. Ha
llegado el momento que durante tanto tiempo he estado esperando. Pero antes
debo llevarle a usted hasta la salida. Venga conmigo.
Cogió la lámpara, dio la espalda a la sala desordenada y condujo al
investigador con paso rápido a través de los departamentos dedicados a los
egipcios, los asirios y los persas. Al final de este último departamento abrió
una pequeña puerta que había en la pared y descendió por una escalera de piedra
en forma de caracol. El inglés sintió el aire frío de la noche sobre su frente.
Enfrente había una puerta que parecía comunicar con la calle. A la derecha
había otra puerta abierta que proyectaba un haz de luz amarilla en el pasillo.
—Entre aquí—ordenó el vigilante.
Vansittart Smith vaciló. Creía que había llegado al final de su
aventura. Pero la curiosidad era más fuerte que cualquier otro impulso. No
podía dejar este asunto sin aclarar, de modo que siguió a su extraño
acompañante hasta el interior de la cámara.
Era un cuarto pequeño, similar a los que se suelen destinar para
conserjería. En la chimenea ardía la leña. En un extremo había una cama de
ruedas y en el otro un tosco sillón de madera, con una mesa redonda en el
centro, donde aún se veían restos de comida. Al mirar a su alrededor, el
investigador advirtió, con un repetido e intenso escalofrío, que todos los
pequeños detalles de la habitación tenían un diseño extraño y constituían un
trabajo de artesanía verdaderamente antigua. Los candelabros, los jarrones de
la chimenea, los atizadores de la lumbre, los adornos de las paredes... todo
pertenecía al tipo de arte que asociamos con el más remoto pasado. Aquel hombre
arrugado y de ojos turbios se sentó en el borde de la cama e indicó a su
invitado que tomase asiento en el sillón.
-Tal vez haya sido el destino —dijo, expresándose todavía en un
excelente inglés—. Tal vez estaba decretado que yo dejase detrás de mí algún
relato que pusiera en guardia a los temerarios mortales que enfrentan su
inteligencia contra el proceso de la naturaleza. Lo dejo a su elección. Puede
hacer con él lo que desee. En este momento le estoy hablando con los pies en el umbral del otro mundo.
»Soy, como usted habrá deducido, egipcio, pero un egipcio de esa raza
pisoteada de esclavos que habita ahora en el Delta del Nilo, sino un
superviviente de aquel pueblo más valeroso y duro que domesticó a los hebreos,
arrastró a los etíopes hasta los desiertos del sur y erigió aquellos monumentos
grandiosos que han despertado el asombro y la envidia de todas las generaciones
de los hombres. Vi la luz en el reinado de Tuthmosis, mil seiscientos años
antes del nacimiento de Cristo. Retrocede usted ante mí... Espere, y comprobará
que soy más digno de inspirar lástima que temor.
»Mi nombre era Sosra. Mi padre había sido el sumo sacerdote de Osiris
en el gran templo de Abaris, que en aquellos días se alzaba en el brazo del
Nilo de Bubastis. Me educaron en el templo y fui iniciado en todas las artes místicas
de las que habla vuestra Biblia. Fui un alumno aventajado. Antes de cumplir los
dieciséis años había aprendido todo lo que podía enseñarme el más sabio de los
sacerdotes. Desde entonces estudié por mí mismo los secretos de la Naturaleza,
pero no compartí mis conocimientos con nadie.
»De todos los problemas que atrajeron mi atención ninguno me fascinaba
tanto como aquellos que estaban relacionados con la naturaleza misma de la
vida. Investigué profundamente en los secretos del principio vital. El objetivo
de la medicina era combatir las enfermedades. Yo estaba convencido de la
posibilidad de desarrollar un método que fortaleciese el cuerpo hasta el punto
de impedir que jamás se apoderase de él la enfermedad o la muerte. Es inútil
que me detenga ahora en el proceso de mis investigaciones. Además, si lo
hiciera, sería muy difícil que usted lo comprendiera. Llevé a cabo mis
experimentos en parte con animales, en parte con esclavos y en parte conmigo
mismo. Basta decir que, como resultado de mis investigaciones, obtuve una
sustancia que al ser inyectada en la sangre proporcionaba al cuerpo la
fortaleza necesaria para resistir los efectos devastadores del tiempo, de la
violencia o de la enfermedad. No proporcionaba la inmortalidad, pero su poder
permanecería durante miles de años. Inyecté la sustancia a un gato y después le
sometí a la acción de los venenos más mortíferos. Ese gato vive todavía en el
Bajo Egipto. No había ningún misterio o magia en mi método. Se trataba
simplemente de un descubrimiento químico, que tal vez pueda volver a realizarse
algún día.
»El amor a la vida corre impetuoso en la juventud. Creía haber
escapado a toda preocupación humana ahora que por fin había conseguido
erradicar el dolor y confinar a la muerte en lo remoto del tiempo. Con gran
alegría en mi corazón vertí aquella sustancia maldita en mis venas. Después
miré a mi alrededor para ver si encontraba a alguien que pudiera beneficiarse
de mi descubrimiento. Un joven sacerdote de Thoth, Parmes, había ganado mi
simpatía por su naturaleza seria y la devoción que profesaba a sus estudios. Le
hice partícipe de mi secreto y le inyecté mi elixir, puesto que así lo deseaba.
Ahora, pensé, nunca me faltará un compañero de mi misma edad.
«Después de este grandioso descubrimiento abandoné hasta cierto punto
mis estudios, pero Parmes continuó con renovada energía. Le veía trabajar todos
los días con sus redomas y destiladores en el templo de Thoth, pero apenas me
hablaba del resultado de sus investigaciones. Yo, por mi parte, me dedicaba a
pasear por la ciudad y miraba con exultación a mi alrededor, pensando que todo
aquello estaba destinado a desaparecer, y que sólo yo permanecería. La gente se
inclinaba al verme pasar, pues la fama de mi sabiduría se había extendido por
doquier.
»Había guerra en aquel entonces, y el gran rey había enviado sus
soldados a la frontera oriental para expulsar a los hiksos. Se envió también un
gobernador a Abaris, que debía mantener la ciudad para el rey. Yo había
escuchado las alabanzas sobre la belleza de la hija del gobernador. Un día,
mientras paseaba en compañía de Parmes, la vimos pasar transportada sobre los
hombros de sus esclavos. El amor me traspasó como un rayo. Se me escapó el
corazón. Habría sido capaz de arrojarme a los pies de los porteadores. Era mi mujer.
La vida sin ella me resultaba imposible. Juré por la cabeza de Horus que habría
de ser mía. Hice el juramento ante el sacerdote de Thoth, pero se alejó de mi
lado con el ceño fruncido, tan oscuro como la noche.
»No es necesario que le hable de nuestros amores. Llegó a amarme tanto
como yo la amaba a ella. Me enteré de que Parmes pretendía haberla visto antes
que yo, y que le había dado a entender que él también la amaba, pero yo sonreía
ante aquella pasión, pues sabía que su corazón me pertenecía. La peste blanca
hizo aparición en la ciudad y las víctimas fueron incontables, pero yo pasaba
mis manos sobre los enfermos y los cuidaba sin ningún temor o recelo. Ella se
maravillaba de mi valentía. Entonces le revelé mi secreto y le supliqué que me
permitiera emplear mi arte con ella.
»—Tu juventud jamás se marchitará, Atma —le dije—. Las demás cosas
pasarán, pero tú y yo, y el gran amor que nos profesamos, sobreviviremos a la
misma tumba del rey Chefru.
»Pero ella estaba llena de dudas y no hacía más que poner objeciones
tímidas propias de una doncella. «¿Era eso justo? —preguntaba—. ¿Acaso no
constituía una burla a la voluntad de los dioses? ¿Si el gran Osiris hubiera
deseado que nuestras vidas fueran tan largas no nos lo habría concedido él
mismo?»
»A fuerza de palabras cariñosas y enamoradas logré dominar sus dudas,
pero seguía vacilando. Era una gran decisión, decía. Necesitaba una noche más
para pensarlo. Por la mañana me haría saber el resultado de sus meditaciones.
No era demasiado pedir una noche. Deseaba dirigir sus plegarias a Isis para que
le ayudara en la decisión.
»Con el corazón abatido, barruntando desgracias, la dejé en compañía
de sus doncellas. A la mañana siguiente, una vez finalizado el sacrificio de
primera hora, corrí a su casa. Una esclava asustada me recibió al pie de la
escalera. Su señora estaba enferma, me dijo, muy enferma. Me abrí paso entre la
servidumbre, frenético, y atravesé salones y pasillos hasta llegar a la cámara
de mi Atma. Estaba tendida en su lecho, con la cabeza sobre la almohada, el
rostro muy pálido y los ojos vidriosos. En la frente aparecía una mancha
inflamada, de color púrpura. Yo conocía ya aquella marca infernal. Era la
pústula de la peste blanca, el sello de la muerte.
»¿Para qué hablar de aquellas horas terribles? Durante meses me asedió
la locura, el delirio, la fiebre, pero yo no podía morir. Jamás un árabe
sediento deseó descubrir un pozo de agua como yo deseé la muerte. Si el veneno
o el acero hubiera podido cortar el hilo de mi existencia, habría tardado un instante
en ir a reunirme con mi amada en el país del angosto portal. Lo intenté, pero
todo fue inútil. La influencia de la sustancia era demasiado poderosa. Una
noche, cuando yacía en mi lecho, débil y hastiado de la vida, Parmes, el
sacerdote de Thoth, vino a visitarme. Le vi de pie, en el círculo de luz que
proyectaba la lámpara, y me miró con unos ojos en los que se adivinaba una
alegría insana.
»—¿Por qué permitiste que muriera? —me preguntó—. ¿Por qué no la
fortaleciste igual que hiciste conmigo?
»—Era demasiado tarde —respondí—. Me había olvidado: tú también la
amabas. Eres mi compañero en la desgracia. ¿No es terrible pensar que han de
pasar siglos hasta que la veamos de nuevo? ¡Qué estúpidos fuimos al suponer que
la muerte era nuestro enemigo!
»—Tú puedes asegurar eso —exclamó con una risa salvaje—. Esas palabras
son acertadas en tus labios. Para mí no tienen significado.
»—¿Qué quieres decir? —exclamé, incorporándome sobre un codo—.
Seguramente, amigo mío, el dolor ha trastornado tu cerebro.
»El rostro de Parmes resplandecía de alegría, y se retorcía y
convulsionaba de risa, como si estuviera poseído por el demonio.
»—¿Sabes adonde voy? —preguntó.
»—No —respondí—, no lo sé.
»—Voy hacia ella —dijo—. Ella yace embalsamada en la tumba más
alejada, donde se levanta la doble palmera, más allá de los muros de la ciudad.
»—¿A qué vas allí? —pregunté.
»—¡A morir! —gritó—. ¡A morir! Yo no estoy sujeto a las cadenas de la
vida terrenal.
»—¡Pero el elixir está en tu sangre! —exclamé.
»—Puedo vencerlo —dijo—. He descubierto un principio más poderoso que
lo destruirá. En este momento está actuando en mis venas, y en una hora seré un
hombre muerto. Me reuniré con ella y tú quedarás atrás.
»Al mirarle comprendí que era cierto lo que decía. El brillo acuoso de
su ojos revelaba que estaba más allá del poder del elixir.
»—¡Tienes que enseñármelo! —grité.
»—¡Jamás! —respondió.
»—¡Te lo imploro, por la sabiduría de Thoth, por la majestad de
Anubis!
»—Es inútil —me contestó con frialdad.
»—Entonces lo descubriré —exclamé.
»—No podrás —respondió—. Lo encontré por casualidad. Requiere una
mixtura que no podrás conseguir nunca. Salvo la que contiene el anillo de
Thoth, jamás se hará otra igual.
»—¡En el anillo de Thoth! —repetí—. ¿Dónde está el anillo de Thoth?
»—Eso tampoco lo sabrás nunca —contestó—. Tú conseguiste su amor.
¿Quién ha ganado al final? Te abandono a tu sórdida vida en la tierra. Mis
cadenas se han roto. ¡Debo irme!
»Giró sobre sus talones y salió de la habitación. A la mañana
siguiente recibí la noticia de que el sacerdote de Thoth había muerto.
»Desde entonces dediqué todos mis días al estudio. Debía encontrar el
sutil veneno que era más poderoso que el elixir. Desde el amanecer hasta la
medianoche permanecía inclinado sobre el tubo de ensayo y el horno. Mi primera
medida fue recoger todos los papiros y productos químicos que había dejado el
sacerdote de Thoth. Pero apenas me enseñaron nada. Aquí y allá tropezaba con un
indicio o una esporádica expresión que despertaba esperanzas en mi corazón,
pero no conducía a ninguna parte. A pesar de todo, mes tras mes seguí luchando.
Cuando mi corazón desfallecía, solía acercarme hasta la tumba de las dos
palmeras. Allí, junto al cofre que contenía la joya que me había arrebatado la
muerte, sentía su dulce presencia y le decía en voz baja que si la inteligencia
de un mortal podía resolver el problema, iría a reunirme con ella.
»Parmes había dicho que su descubrimiento estaba relacionado con el
anillo de Thoth. Yo tenía un recuerdo vago de aquella joya. Era un anillo
grande y pesado, no de oro, sino de un metal más raro y pesado procedente de
las minas del monte Harbal. Vosotros lo llamáis platino. Yo recordaba que el
anillo tenía incrustado un cristal hueco que podía albergar algunas gotas de
líquido. Estaba claro que el secreto de Parmes no se refería únicamente al
metal, pues había muchos otros anillos de dicho metal en el templo. ¿No era más
probable que hubiese guardado su precioso veneno en el interior del cristal?
Apenas llegué a esta conclusión cuando, al rebuscar entre sus papeles, di con
uno que confirmaba mis sospechas y sugería que en el anillo quedaba una porción
que no se había usado.
»Pero ¿cómo encontrar el anillo? Parmes no lo llevaba encima cuando
fue despojado de todas sus pertenencias para entregárselas al embalsamador. De
eso estaba seguro. Tampoco se hallaba entre los objetos de su propiedad.
Registré en vano todas las habitaciones en que él había entrado, todas las
cajas, jarras y objetos que había poseído. Cribé las arenas del desierto en
aquellos lugares donde solía pasear, pero, hiciese lo que hiciese, no pude
conseguir el más pequeño rastro del anillo de Thoth. Es posible, sin embargo,
que mis esfuerzos se hubieran visto recompensados de no haber sido por una
nueva e inesperada desgracia.
»Se había desatado una guerra enconada contra los hiksos, y los
capitanes del gran rey habían quedado aislados en el desierto, con todos los
cuerpos de arqueros y de caballería. Las tribus de pastores cayeron sobre
nosotros como plagas de langosta en un año de sequía. Desde los desiertos de
Shur hasta el gran lago de aguas amargas se derramó la sangre durante el día y
cundió el fuego durante la noche. Abaris era el baluarte de Egipto, pero no
podíamos impedir el avance de los salvajes. Cayó la ciudad. El gobernador y los
soldados fueron pasados a cuchillo, y yo, junto con muchos otros fuimos
reducidos al cautiverio.
«Durante años y años cuidé ganado en las grandes llanuras del
Eufrates. Murió mi amo y envejeció su hijo, pero yo me encontraba tan alejado
de la muerte como siempre. Por fin me escapé en un camello y regresé a Egipto.
Los hiksos se habían establecido en las tierras conquistadas y su propio rey
gobernaba el país. Abaris había sido reducida a escombros, la ciudad
incendiada, y del gran templo no quedaba más que una montaña informe de
cascotes de piedra. Las tumbas habían sido saqueadas y los monumentos
destruidos. No quedó señal alguna de la tumba de mi amada Atma. Las arenas del
desierto la habían sepultado y las palmeras que señalaban el emplazamiento
habían desaparecido tiempo atrás. Los papiros de Parmes y los enseres del
templo de Thoth habían sido destruidos o dispersados por los desiertos de
Siria. Cualquier búsqueda resultaba vana.
»Renuncié, pues, a la esperanza de encontrar el anillo o descubrir la
sutil droga. Inventé vivir con toda la paciencia que me fuera posible los
largos años que habrían de transcurrir hasta que los efectos del elixir
desaparecieran. ¿Cómo puede comprender usted lo terrible que es el tiempo,
cuando su única experiencia es ese corto trayecto que media entre la cuna y el
sepulcro? Yo sí que he padecido todo su horror... yo que vengo flotando a lo
largo de la corriente de la Historia. Yo era ya viejo cuando cayeron los muros
de Ilión. Y mucho más viejo cuando Heródoto llegó a Menphis. Llevaba sobre mis
hombros una insoportable carga de años cuando el nuevo evangelio apareció sobre
la tierra. Sin embargo, usted me ve como a cualquier otro hombre, porque el
maldito elixir sigue fortaleciendo mi sangre y preservándome de aquello que yo
más deseo. ¡Pero al fin he llegado al final de todo!
»He viajado por todas las tierras y he morado en todas las naciones.
Todas las lenguas son iguales para mí. Las aprendí para que me ayudaran a pasar
el tiempo fatigoso. No hace falta que le diga con qué lentitud han transcurrido
los años... el largo alborear de la civilización moderna, los años terribles de
la Edad Media, los tiempos oscuros de la barbarie. Todos quedan a mis espaldas.
Jamás he vuelto a mirar con ojos enamorados a ninguna otra mujer. Atma sabe que
mi amor ha sido constante.
»Me acostumbré a leer todo lo que escribían los estudiosos acerca del
antiguo Egipto. He pasado por muchas situaciones: a veces he sido rico, a veces
pobre, pero siempre fui capaz de guardar lo suficiente para comprar las publicaciones
que se ocupaban de tales materias. Hace nueve meses me encontraba en San
Francisco cuando leí un informe sobre diversos descubrimientos realizados en
las proximidades de Abaris. Mi corazón dio un vuelco al leer aquello. Decía que
el excavador había explorado algunas de las tumbas que se habían descubierto
recientemente. En una de ellas se había encontrado una momia intacta con una
inscripción en el féretro exterior. Dicha inscripción informaba de que el
cuerpo que contenía era el de la hija del gobernador en los tiempos de
Tuthmosis. El artículo decía también que al quitar el féretro exterior había
quedado al descubierto un pesado anillo de platino, con un cristal incrustado,
y que había sido depositado sobre el pecho de la mujer embalsamada. Así pues,
era allí donde Parmes había escondido el anillo de Thoth. Desde luego podía
asegurar que estaba a salvo, porque ningún egipcio habría sido capaz de
mancillar su alma, aunque se tratase solamente de mover la caja exterior de un
amigo sepultado.
«Aquella misma noche salí de San Francisco, y al cabo de unas semanas
me encontré de nuevo en Abaris, si es que puede dársele el nombre de la gran
ciudad a unos montones de arena y muros derruidos. Me apresuré a presentarme
ante los franceses que dirigían las excavaciones y les pregunté por el anillo.
Me contestaron que el anillo y la momia habían sido enviados al Museo Bulak de
El Cairo. Me presenté en el Bulak, pero allí me dijeron tan sólo que Mariette
Bey los había reclamado y embarcado para llevarlos al Louvre. Fui tras ellos, y
por fin, después de cuatro mil años, me encontré en la sala egipcia con los
restos de mi amada y el anillo que había estado buscando durante tanto tiempo.
»Pero ¿cómo me las ingeniaría para echarles las manos encima? ¿Cómo
apropiarme de ellos? Dio la casualidad de que estaba vacante un puesto de
vigilante. Me presenté ante el director. Le convencí de que tenía grandes
conocimientos sobre Egipto. Pero mi ansiedad me hizo hablar demasiado. El
hombre me dio a entender que merecía más bien la cátedra de profesor que una
silla en la conserjería. Dijo que sabía más que él. Entonces, a fuerza de decir
disparates, logré convencerle de que había sobrestimado mi conocimiento y me
permitió trasladar a esta habitación los pocos efectos personales que he
conservado. Esta es la primera y última noche que paso aquí.
»Esta es mi historia, Mr. Vansittart Smith. No necesito decirle nada
más a un hombre de su inteligencia. Gracias a una extraña casualidad ha
contemplado usted esta noche el rostro de la mujer que amé en aquellos tiempos
remotos. En la vitrina había muchos anillos con cristales y no tuve más remedio
que comprobar si eran de platino para asegurarme de que había encontrado el que
buscaba. Una simple mirada al cristal ha sido suficiente para comprobar que
había líquido en su interior y que por fin me sería dado expulsar lejos de mí
esta maldita salud que me ha ocasionado mayores dolores que la más funesta de
las enfermedades. No tengo más que decirle. Me he librado de una pesada carga.
Puede usted relatar mi historia o silenciarla si lo desea. Lo dejo a su
elección. Le debo una compensación, porque ha estado usted a punto de perder la
vida esta noche. Yo era un hombre desesperado y no me habría detenido ante
ningún obstáculo. Si le hubiera visto antes de realizar mi tarea, le habría
quitado toda posibilidad de
oponerse a mis deseos o de dar la alarma. Esa es la puerta. Conduce a la rue de
Rivoli. ¡Buenas noches!
El inglés miró hacia atrás. Durante un instante la figura de Sosra, el
egipcio, permaneció enmarcada en el estrecho umbral. Después la puerta se cerró
de golpe y el pesado ruido del cerrojo quebró el silencio de la noche.
Dos días después de su regreso a Londres, John Vansittart Smith leyó
en la correspondencia de París del Times el
breve informe que sigue:
Extraño suceso en el Louvre. —Ayer por la mañana tuvo lugar un extraño
descubrimiento en la sala principal de Egipto. Los empleados de la limpieza
encontraron a uno de los vigilantes tendido en el suelo, rodeando con sus
brazos el cuerpo de una de las momias. Estaban abrazados tan estrechamente que
sólo después de múltiples dificultades pudieron ser separados. Una dé las
vitrinas donde se guardan anillos de considerable valor había sido abierta y
saqueada. Las autoridades opinan que el vigilante pretendía llevarse la momia
con la idea de venderla a algún coleccionista privado, pero en ese preciso
momento sufrió un colapso a consecuencia de una larga enfermedad del corazón.
Se dice que el difunto era un hombre de edad indeterminada y costumbres
excéntricas, sin parientes o amigos vivos que puedan llorar su muerte trágica y
prematura.
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